Supongo que tiene que ver con mi infancia y el mundo de fantasía en el que vivía, una suerte de nobleza nunca declarada porque no había que hacer ostentación. No, no era miembro de una familia millonaria. Ta vez si se quiere, acomodada, de esas en las que nunca faltó nada. Fruto del esfuerzo y el sacrificio de mis padres y mis abuelos, como tantas otras.
La familia de mi padre era un típico producto de la cultura alemana. Mi abuelo era médico, trabajaba en YPF y mi abuela, de origen italiano, bioquímica. Tenían un pasar razonable que no desentonaría con el promedio de lo que se ve en este lado del océano. Sus hijos, es decir mi padre y sus 2 hermanos, se codearon con la alta sociedad de la época y se casaron en consecuencia.
Mi padre, que era el menor, se casó con la hija de una familia de inmigrantes italianos que supo hacer una buena fortuna. La diferencia es que mi madre siempre fue eso, una persona sencilla, despojada a la que nunca le gustó parecer ni pertenecer. En ese sentido la ética alemana le cerraba perfectamente y mi casa se pareció bastante más a la de unos alemanes de buen pasar que a la de unos italianos con plata.
Ahora eso era mi casa. Ir a lo de mis primos era siempre una fiesta, visitar a los abuelos disfrutar de cosas que siempre me sorprendían. De vuelta, no era lujo. Eran gente razonablemente sencilla, que podían y sabían disfrutar de lo que tenían. Si lo veías a mi abuelo caminando por la calle con zapatillas potro, nunca hubieras imaginado que lo buscaba un chofer todas las mañanas y era director de las empresas de la familia.
Me encantaba ir a la casa de mis abuelos. Es cierto, íbamos mucho más a la de mis abuelos por parte de mi madre. primero porque estaba a 50 metros de mi casa y segundo porque la relación de mi madre con sus hermanos era bastante mejor que la que tenía mi padre con los suyos. De todas maneras mi papá siempre estuvo cerca de su madre y no había fin de semana o incluso un mediodía en la semana en la que no fuésemos a visitarla. Mi abuelo alemán, que se llamaba Federico como yo y como mi padre, falleció cuando yo tenía 7 u 8 años y fue la primera vez que conocí el sentido de la pérdida.
La cuestión es que estuve ayer en el Edeka y encontré unos amarettis. Esos los descubrí en la casa de mis abuelos alemanes, los ponía mi abuela a la hora del cafe y yo no podía parar de comerlos. Lo mismo que todas las cosas ricas que comemos acá en Navidad. Esas estaban en la casa de Opapa y Omama. El menú en la casa de Tata y Mami, mis abuelos maternos, era mucho más abundante y típicamente italiano.
Volver a probar a los amarettis me hizo recordar a mis abuelos, porque la comida nos transporta y los sabores nos disparan conexiones que están guardadas en algún lugar de nuestro inconsciente Siendo que además soy un nostálgico, reacción química pura.
Cuando eso pasa, automáticamente me viene a la cabeza la necesidad de regresar, de volver a disfrutar de todas esas cosas que me hacen bien, cerca de la familia y los afectos. Estar solo además me hace sentir mucho más vulnerable y creo que pierdo el balance.
Y mientras estaba pensando en sacar el pasaje para irme y no volver nunca más, me di cuenta que en realidad no puedo irme a ningún lado. Sencillamente porque esa conexión que me generó la comida, me transportó a un lugar que ya no existe más. La Argentina de la que yo me fui, ya no es más que un recuerdo.
Cualquier aproximación que pueda tener no va a terminar más que una decepción. Porque una cosa son las expectativas y otra muy distinta, la realidad. Difícil explicárselo a un soñador. Digamos que lo aprendí a fuerza de golpes y que cada tanto necesito volver a golpearme para recordar.
La vida es para adelante no tiene sentido ahogarla en amarettis ni en jamón con melón. De hecho tendría que ir soltando el dulce de leche y abrazarme con bastante más fuerza a la nutella.
Supongo que en el futuro, cuando vaya a recordar mi paso por este lado del mundo, voy a cucharear el frasco y volver a sentir que la vida está bien así. Que el mundo es amor, igual acá o allá. Y que lo mejor que puedo hacer es recordar a mis padres y mis abuelos. Me hicieron siempre muy feliz. Lo mismo que los amarettis a la hora del café.
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